miércoles, 30 de diciembre de 2009

Lutgarda Melitón

Lutgarda Melitón se veía poseída a veces, durante días y noches, por una especie de superstición inversa. Necesitaba realizar compulsivamente, acciones que otros encontraban de mal agüero. Y necesitava evitar, por todos los medios, ritos propiciatorios, gestos proveedores de buena fortuna. Su confesor pensaba que no era más que una manía. Ella se sospechaba poseída por algún diablo maléfico.

Si equivocaba el pie y salía de la cama con el derecho, tenía que volver a deslizarse entre las sábanas y esperar a que volviera el sueño y dormir, y sólo luego, con cuidado de no olvidarse de poner el pie izquierdo el primero sobre las baldosas siempre frías de mosaico hidráulico, era capaz de empezar un día tedioso de rituales inversos. Tardes infitas pasando bajo una escalera, cenas interminables arrojando la sal hasta que no quedara un grano, paseos por el corredor y las habitaciones con dos paraguas abiertos, uno en cada mano...

Desde que empezaron sus manías, su hermana Eduviges Melitón no venía ya jamás a visitarla sin llamar previamente por teléfono y cerciorarse de que no estaba poseída en aquellos momentos. Las chicas de la partida y del coro parroquial la evitaban elegante y sutilmente. Don Luis se negaba a darle la absolución si no hacía propósito de enmienda, si no renunciaba a la soberbia de creerse poseída y si seguía molestando a sus seres queridos con tanta absurda costumbre.

Pero Lutgarda sabía que su condenación era segura, porque llevaba dentro, la había llevado siempre, una díscola incorregible y ególatra, una pecadora irredenta, una rebelde, una serpiente del edén que necesitaba ir contra las convenciones y las bunenas costumbres de la gente buena.
 
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