Desde la adolescencia una idea presidió mi vida. La de escapar, huir a un lugar nuevo donde poder construirme a mí mismo sin el peso de la familia, el entorno, la incomprensión. De hecho recuerdo que, a los 18 años, la tarde que me monté en el tren rumbo a la ciudad para convertirme en universitario, estaba tan absolutamente convencido de que no había camino de vuelta posible, que solté alguna lágrima escuchando machaconamente en el walkman a Ana Belén y
desde mi libertad.
Pero las limitaciones casi nunca están fuera, por más que insitamos en culpar a los demás de lo que nos pasa, desde luego nunca están exclusivamente fuera por más que nos empeñemos en el victimismo. Y una serie de circunstancias y de incapacidades personales, terminaron haciéndome volver, derrotado, masticando léntamente la hiel de mi fracaso. Hubo otros intentos de huida. Inexplicablemente infructuosos algunos de ellos. No supe o no pude encontrar trabajo en un momento más propicio que el actual. Terminé enredado en una maraña que me llevó a ser todo lo que nunca quise, a vivir de la manera contraria a lo que siempre soñé.
Y ese tener que volver o no saber huir me obligaron a enfrentarme cara a cara a los fantasmas a los que tanto temía. Los fantasmas son siempre mucho más pequeños y menos aterradores cara a cara.
En aquel tiempo me sentí conquistador de mi mundo. Me conocí tanto a mí mismo por el camino, supe tanto de mi felicidad, de mi paz, de mi sosiego.
Pero todo eso es siempre un vídrio de color, quebradizo. Debajo de las alfombras hay siempre nuevos dragones escondidos. El dragón de los otros, de mi relación con lo demás, es uno que nunca venzo del todo. Y el dragón de los miedos, que cuando se desata es capaz de dominar mi existencia toda.
Y ahí sigo, intentando vivir, aprendiendo a domesticar dragones.