jueves, 21 de julio de 2011

Gustos literarios de los insectos.

Los insectos son, por norma general, completamente refractarios a esa abominación evolutiva que llamamos literatura. Con muy buen criterio pasan de largo de cualquier impostamiento de la realidad tendente a crear inexistencias paralelas en las que escapar de la vacuidad de la existencia (o inexistencia, que por ponernos a debatir no será) real. Hay pese a ello un bichejo habitual en saltarse esta norma,una plaga despreciable que devora literatura desde tiempo immemorial. No sé si será por una fijación personal en perseguirme o por su voracidad insaciable o por un desorden emocional provocado por su sociabilidad extrema. Lo cierto es que esta semana han vuelto a desmembrar de una dentellada feroz parte de mi fondo bibligráfico.

Nuestra historia de desencuentros es larga y tortuosa. Ya en mi tierna infancia ese bicho asqueroso se zampó casi todos mis cuentos y mi colección completa de tebeos de rompetechos. Fue mi primer encuentro personal con la llamada erróneamente hormiga blanca, pues nada tiene que ver la detestable termita con la familia de las hormigas y las avispas, ella está más bien emparentada con las langostas de las plagas bíblicas y las asquerosas cucarachas que sobrevivirán a la debacle nuclear.

No satisfechas con devorar los cuentos de un pobre niño se empeñaron en dejarlo sin casa, así una noche (casi siempre es una noche) comenzaron a caer del techo en tropel sobre mi cama aquellos horripilantes bichitos blancos. El dictámen del arquitecto fue categórico, se han zampado las vigas de madera, hay que salir de aquí lo antes posible. En menos de un mes habíamos desalojado los muebles, estábamos atrincherados de cualquier modo en casas de familiares y observábamos desde esas sombrías trincheras cómo hordas de albañiles descamisados destejaban el hogar.

Unos años después se merendaron un tomo de la enciclopedia, el 14 ME-ORT, irresponsablemente apoyado en una pared con fama de húmeda. Y sospecho que gracias a esa digestión se harían expertas en mobiliario, porque, como ya no tenían bastante con los quicios de las puertas, en los últimos meses han atacado con sigilo libidinoso el mueble de mi habitación, el de los libros.

Lo que más me ha sorpendido del caso es que los condenados insectos parecen tener un gusto literario bastante parecido al del común de los humanos. Primero acabaron de destruir los restos de mi infancia e hicieron desaparecer con su voraz mandíbula mágica lo dos o tres cuentos supervivientes del primer ataque. Una vez consumada su malvada y rencorosa destrucción retroactiva, entre varias decenas de libors, eligieron devorar completamente un Dan Brown que me regaló alguien, por lo visto todo en el libro, incluído el papel, era de rápida y fácil deglución. Luego se afanaron en un Arenal de Sevilla de Lope de Vega (el Dan Brown con gola, un bestseller del siglo del oro). Con sorpresa he descubierto que debe irles batante el rollo bollo, porque se han zampado más de media opúsculo amoroso de temática lésbica sin despeinarse el flequillo.

También cortejaron a una media novelita que anduve malpariendo entre los 20 y 24 de mi edad, pero, con sesudo y mesurado criterio, se han comido únicamente la carpeta de cartón que la contenía sin rozar siquiera con sus mandíbulas el infumable texto. Y, más sorprendente si cabe, se han atrevido con Rayuela, sí, sí, a lo grande, sin rubor, pero sólo con su celulosa, han mordisqueado todo el márgen superior y parte del lateral, pero no han osado rozar una letra siquiera de la más inefable de las obras del mejor Cortázar. Yo creo que ese objetivo lo tuvieron claro desde el primer momento, cuentan que en nocturnos y alevosos cenáculos literarios que los xilófagos tienen para discutir sobre la calidad de la materia a ingerir, se oyó gritar como a este cabrón le comamos un Cortázar es capaz de pillarse un F17 y bombardear la casa, mejor lo mordisqueamos nada más y que siga acumulando celusa muerta para nuestras necesidades futuras.

Hijas de puta.
 
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