martes, 19 de agosto de 2008

Cárol

Cárol se enreda en afanes inconcretos, interminables, que le ocupan la vida y los sueños. La oigo quejarse sin fin de lo que hace y de lo que deja de hacer. Pero nunca para. Porque si para se hunde. Cárol sabe hacer de todo, pero no sabe quién es, a dónde va. Su fuerza titánica para encarar las tareas prácticas es en realidad una debilidad congénita para enfrentarse a sus preguntas.

A veces le digo, Carol, para; pero Carol hace lo único que sabe hacer, dedicar todo el tiempo a un millón de tareas, aunque no tuviera que hacerlas, aunque no debiera hacerlas, aunque nadie vaya a agradecérselo. Es como una heroína homérica superada por su destino, enzarzada en trabajos inacabables que los dioses le imponenen.

Ahora Cárol está sentada a mi lado, sin hacer nada, sin mover siquiera un pie como hace siempre que las circunstancias la obligan a parar. La observo sorprendido, con desazón, quizá con miedo. Tiene las manos juntas, en el regazo, entrecruza los dedos, los vuelve a liberar. Y no dice nada, ni respira alteradamente, ni me mira, ni siquiera refunfuña y se queja.

Me doy cuenta de que no sé quién soy, ni a dónde voy, que estoy tan perdido como Cárol, que enfrentarme a mis preguntas no me ha llevado a responder ninguna, sino a abismarme en ellas y cojo un trapo y empiezo a limpiar los cristales. Cárol mueve el pie, como hace siempre que las circunstancias a obligan a parar, me mira y sonríe.
 
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