miércoles, 18 de mayo de 2011

Durante dos semanas el mundo vuelve a ordenarse por sí solo. Planeo futuros, vacaciones, decoración, lectura, escritura. Tengo ganas de todo eso. Tengo ganas de alegría. El tiempo tiene una medida distinta, vuela entre mis manos. Un día se oye crack. Apenas he dormido, me levanto con dolor de cabeza, con cansancio. Tengo resaca y no he bebido. Dejo de planear, me da miedo viajar, me aburre todo lo otro.

En realidad no se ha producido ningún movimiento relevante, ningún hecho al que atribuir el cambio. Simplemente sucede. Y lo que queda es esperar, trabajar como un autómata, ver pasar los días. Porque cada vez los días malos son más una isla en un mar de días mejores.

Ese puzzle misterioso que forma nuestro cerebro, esa selva impenetrable de conexiones neuronales, esa piscina de neurotransmisores donde no se sabe quién a veces se hace pis, esa incógnita que gobierna nuestras vidas; es un reto homérico, inexcrutable. Todo lo que soy, todo lo que puede llamarse yo, incluida la propia conciencia de de ser está ahí dentro. Todas nuestras luces y todas nuestras sombras, inmersas en ese maremagnum que creemos dominar o que nos domina.

martes, 3 de mayo de 2011

Leonor Mediavilla

Leonor Mediavilla fue siempre categórica, severa, adusta. Le gustaba repetir que había heredado el carácter granítico de su abuela vallisoletana. Pero lo repetía mucho y ese exceso verbal, tan autoafirmatorio, restaba credibilidad al mensaje.

Era una virtuosa del croché, del petit point, de las magdalenas de naranja, de los poemas hagiográficos y del almidonado de cuellos de camisa. A pesar de sus muchas crisis de fe, asistía a misa dominical y hacía exámen de conciencia todas las noches antes de acostarse.

Combatía el aburrimiento, además de con las actividades manuales e intelectuales antes mencionadas con breves pero habituales paseos por el parque y con alguna copita de anís las tardes de lluvia.

Había tenido pretendientes de tronío durante su juventud, luego fueron bajando de categoría, pero siguió teniendo aspirantes al altar más que decentes en decoro, fortuna, familia y prestancia hasta bien entrada la cuarentena.

Leonor a todos los calificaba de patanes, arribistas, filibusteros de la palabra o ignorantes orgullosos. En realidad muchos le gustaron, llegó a enamorarse locamente de alguno, pero en cuanto sentía algo un poco más profundo, un poco más lascivo, su orgullo empezaba a actuar por ella. Cometía errores imperdonables, hería al más amado, lo alejaba hasta hacer imposible cualquier posibilidad racional de relación. Y años después áun seguía esperando que volvieran, cuando ellos tenían ya otra vida, otro amor, otra familia.

Leonor nunca tuvo sentido de la oportunidad. Dejó pasar la vida escribiendo cartas anónimas a señores casados a los que había despreciado cruelmente, asistiendo a entierros con la esperanza de ver a los sobrinos de la finada y buscar en ellos una mirada de complicidad que tantos años atrás les negó. Ansiaba lo que desechaba, buscaba lo que dejaba escapar.

Nunca se enfrentó a su orgullo incorrupto de abuela granítica. Nunca se permitió vivir más allá de lo que hacía de manera virtuosa y controlada. Jamás se concedió la posibilidad de explorar caminos desconocidos, fuera de su dominio.

Ahora, en la residencia a la que la llevaron sus sobrinos cuando empezó a perder la cabeza ya no la llaman Leonor Mediavilla, la llaman la bailonga porque está siempre coqueteando con todos, haciendo bailes, cantando canciones, metiendo la pata con sus comentarios destartalados y sus chistes verdes y desvergonzados.
 
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