jueves, 14 de mayo de 2009

dios

Podrías haber hecho tambalearse a un imperio con el parpadeo de tus ojos pero no podías apartar de ti esa tristeza que te llenaba de tierra los ojos. Cómo saber dónde nació todo el dolor de tus labios, quién te sembró de estiércol la sonrisa, desde qué lugar llegaron a tus sienes los latidos de angustia que colonizan tu cerebro en riadas imparables. Podrías hacer así con una de tus manos, hacer un gesto leve, casi imperceptible, y al instante un ejército de abejas se aprestaría a cumplir tus deseos, pero tus manos están presas del terror que rige tus movimientos y tú no eres dueño de ninguno de tus miembros.

Es inútil preguntarte, interpretar tus leves movimientos por si hubiera en ellos una respuesta o un grito. Nada de lo que pudieras hacer o decir está destinado a mí, a nadie.

Qué honor tan irreverente tu poderío, qué alto, qué innombrable, qué difícil de alcanzar y sostener. Qué solitaria la cumbre, qué fría en la nevada y qué asfixiante en la solana, qué inabarcable su vista, qué vasta, qué falta de detalles y qué irreal.

Podrías haber pedido la felicidad eterna para ti y un enjambre de esclavos habrían sacrificado la suya en tu altar, podrías haber preguntado dónde están las fuentes de la alegría y todos los pájaros del mundo habrían suspendido sus trinos para buscarlas, podrías haber ambicionado una dulce ensoñación anestesiante que te librara del peso de tu poder y todas las vírgenes del universo habrían velado hasta la muerte para que tus párpados acariciaran la dulzura de su ensueño. Pero te fue imposible conseguir lo que querías sin que tu poder pisoteara las flores, sin que arrasara los sembrados de la felicidad hasta volverse injusto y aborrecible.

A veces te encorvas hasta casi besar tus rodillas, como un signo de interrogación, para poder preguntarte con mayor comodidad y arreglo a la gramática, por qué tu dominio es tan inmenso, por qué tu soledad tan yerma, por qué tu impotencia tan poderosa y tu poder tan impotente.

Cualquiera de nosotros sería capaz de darte consejos, de decirte aquello se hizo mal, esto otro ha de corregirse, más allá hay algún error que te sería fácil subsanar. Cualquiera de nosotros podría si no fuera porque una de tus miradas encierra poder suficiente como para abrasar nuestro cuerpo, porque el hálito que expeles al hablar podría levantarnos del suelo y arrojarnos al océano y porque tus palabras se cumplirían antes incluso de ser pronunciadas y tu poder nos borraría de la existencia por osar, inútiles y abyectos como somos, dirigirnos a ti.

Tú que debías escucharnos, tú que tenías el deber de poner orden en nuestro mundo, apenas puedes poner orden en tu casa, preso como estás de este miedo que te paraliza. Y no es que se equivocaran al designarte, eras el preciso, el adecuado, el más bello y más justo entre los bellos y los justos, pero te invistieron de un poder tan absoluto...

Uno de tus suspiros provoca huracanes, sequías interminables, hambrunas. Una de tus lágrimas desborda los ríos de sus cauces, provoca olas de cien metros en el mar.
Si te levantaras de pronto y decidieras desarraigar todos los males del mundo te bastaría una palabra para hacerlo pero quién sabe qué desastre sembrarías de paso, qué impredecible cambio dejaría atrás el caos de tu manto si movieras uno solo de sus pliegues. Podrías no ser infinitamente misericordioso, podrías no sufrir por cada uno de los sufrimientos que sembraras, pero entonces tu poder no sería omnímodo, sería un poder vulgar, como el de cualquier reyezuelo.

Y mientras la duda te consume, mientras meditas si debes o no debes actuar, el mundo sigue girando y se ordena como buenamente puede, en medio del albedrío desquiciado de tu inoperancia


Encontré, ordenando el ordenador, este párrafo, parte de un algo mayor que ya no será. Lo escribí hace muchos años. Me resulta curioso, me atrae y me horroriza casi a partes iguales. Y me apeteció exponerlo al frío de fuera para ver cómo reacciona.
 
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